20.12.09

un amor para nada recíproco que sufrió una tal Amelia

Él estaba triste. Ella intentaba consolarlo tan solo con su mirada lúcida. Quiso abrazarlo, pero no pudo, él estaba lejos. Aún así, ella podía sentir su calor. Ese calor que la invadía, ese calor que la hacía sudar por su intensidad. ¿Cómo es posible que lo sienta, y que esté a semejante distancia?
¿Por qué lo siente? Lo vive, lo respira, lo aspira, lo transpira, lo absorbe. Pero él no está.
Amelia se cansó de no entender. Su perseverancia se perdió, sus lágrimas se secaron, sus manos dejaron de sangrar. Pero todavía sentía su calor.
Intentó alejarse, quiso sentir el frio de Agosto, corrió, corrió y corrió muy lejos, lejos del calor que la sofocaba, lejos de él.
No hubo solución alguna, Amelia siguió corriendo pero el calor no la dejaba escapar. Se cayó sobre el césped, llorando con el alma. Sus lágrimas habían vuelto a surgir, y no quisieron parar. La desesperación era tal, que se sintió amarrada por las plantas, sentía que la abrazaban como si fuesen cuerdas enormes, cuerdas con nudos que la quieren ahorcar. Ya no aguantaba más.
Murió asfixiada por sus propias manos, ahogada en sus propias lágrimas saladas. Y después de aquella lucha que la llevó a la muerte, el sol seguía calentando su cadáver, reemplazando el calor de ese hombre que no existía en cuerpo, sino que en energía, aquél hombre que no quiso su consolación y que se fue inclusive sin decirle adiós, sin un roce de manos, sin una mirada que silenciosamente le susurre “gracias”.

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