27.6.10

la

 A la vista de todos y de nadie se hallaba ella, pálida y cálida al mismo tiempo. Sus ojos eran más que dos luces por donde mirar. Su nariz enfríaba a aquel verano que impedía a las mentes murmurar. Su cabello arrastraba al mundo entero, lo amarraba, lo asfixiaba. Y ella, creyendo ser una pequeña demostración de la inocencia, no sabía que sus manos pudieron matar mil veces y más, alguna vez.
Allí vivía, un poco lejos de la ciudad y de las voces. Ilusamente feliz, pasaba las tardes leyendo y cantando melodías inventadas por el mar. Por las noches sus ojos no querían apagarse, sus párpados se resistían al deber onírico. La oscuridad le penetraba los poros, le hacía retorcerse de mierdo, pero en alguna otra parte, también de placer.
-Ya es hora- pensó, e inconscientemente, sin siquiera sentirlo, ella ya estaba de pie, en busca de algún camuflaje ante cualquier pensante que esté besándose con la noche.
Salió de prisa, disfrazada de sombra tenue, con la mente en otro lado y el alma poseída. No tenía otra alternativa por la cual optar, por lo tanto comenzó con su trayecto hacia donde quién sabe le había ordenado que vaya a abrazar. No tuvo el placer de sabeNr quién era la víctima, pero quién sabe le había enseñado que mejor no pensar antes que dejar de accionar.
No duró mucho la caminata, pues sus piernas corrían a tal velocidad que eran casi imperceptibles. Encontró a aquél hombre, gris por los años, triste por la soledad. Hombre que lloraba a sus muertos. Hombre que se lloró a sí mismo cuando la muchachita lo encontró e inmediatamente lo abrazó, con sus manos heladas que lo hicieron temblar y delirar por unos pocos segundos.
Ella volvió a su hogar, con la mente en silencio, y los ojos nuevamente luminosos, queriéndose cerrar esta vez. Durmió durante horas, y al despertar, sintió el mismo vacío que todas las mañanas. Ese vacío que le indicaba que nadie es inocente, pero que ese era su deber, el deber de marcar el último suspiro de todo aquél que ya cumplió con su vida.

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