29.1.10

"la capa", un cuentito de hace unos meses

Bajo la intensidad de aquel sol que invadía a la ciudad, se hallaba él. Discreto, sencillo, y al mismo tiempo, diferente. Mientras pretendía esconderse bajo las diferentes texturas de su capa negra que cubría la gran parte de su cuerpo, -exceptuando su mirada triste y gris-, comenzó a sentir el calor que se generaba entre sus manos. Al principio la sensación fue cálida y cómoda, pero con el pasar de los segundos y de los minutos y de las horas, se volvió un malestar. Decidió ser paciente, y aguantó. Aguantó y aguantó, aguantó todo lo que pudo, pero llegó a un extremo en el que su perseverancia se vio muy lejos, como en un precipicio, y tuvo que ceder, quitándose de esta manera, su mejor refugio en aquella sociedad que ni le daba ganas de mirar al cielo. Su cuerpo transpiraba de tal manera que cuando llegó el momento de quitarse la capa, lo hizo desesperadamente. En ese mismo instante, la gente preocupada por sí misma que caminaba llevándose todo por encima en pleno microcentro, se quedó dentro de una perplejidad que asemejaba una parálisis que contagiaba pánico. Lo observaban, lo observaban como si fuese un bicho raro. Su piel estaba sucia, muy sucia, pero lavada por su propio sudor. En su rostro sobraban arrugas, y su mirada que aún permanecía gris, daba un mensaje de pena y soledad. Lo que más le sorprendió no fue el hecho de que se hayan asustado de alguna manera por semejante mamarracho, sino que le sorprendió que no lo hayan reconocido. No habían pasado muchos años desde que él, a quien conocían como Bautista Adderten, se exhibía en aquella zona céntrica de Buenos Aires, cantando canciones alegres de los años sesenta y setenta junto a su guitarra y su armónica. Algunos le decían Tis, otros simplemente Don Bautista. Los intolerantes lo llamaban “el chiflado de Adderten”, pero en el fondo sabían que no era tan así. Tenía valores e ideales diferentes a los de la manada, pero hermosos y puros. No le interesaba el chusmerío, aunque algunas vecinas siempre iban a contarle sus problemas, pero aún así, él siempre fue una tumba respecto a cuentos ajenos. Era realmente apreciado por todos, especialmente por una muchacha a la cual jamás le dirigió la palabra. No había motivos concretos por ello, simplemente esa era su situación.
La gente lo seguía mirando, con cara de “Yo te conozco pero no sé de dónde”, pero al llevar una vida que salpica responsabilidades, tuvieron que dejar a Adderten al margen, siguiendo su camino rumbo a la estación Bolívar del subte. Entre toda la multitud que se movía y se movía, pudo cautelar que una mujer aún seguía quieta, mirándolo, casi sin pestañar. Ella, elegante, lo reconoció. Él, con estética de vagabundo, también la reconoció. Se acercaron, caminando lentamente; no importaban su ropa, ni su higiene, ni sus arrugas… seguía siendo él. Se acercó aún más. Ella lo miró. Él sonrió.
“Te estuve esperando”, dijo ella.
“Tenía miedo”, le respondió él, entre gestos de disculpas.
“¿Miedo a qué?”, preguntó la mujer.
“Al mundo”, respondió nuevamente.
“Pero no necesariamente vamos a permanecer en este mundo”.
Ambos sonrieron, y caminaron hacia la misma dirección, lejos del subte, tomados de las manos, lejos de todo.

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